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Cuba ya no existe

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Pongamos que el Gobierno de Pedro Sánchez anunciara una subida de la gasolina del 500%. ¿Qué tal? ¿Arderían las calles? ¿Saldría el pueblo, iracundo, a protestar contra el Gobierno? Creo que sí. A lo mejor, hasta lo derrocaba. Y, desde luego, sería una noticia con repercusión internacional.

Pues bien, en una pequeña isla del Caribe, de nombre Cuba, su Gobierno ha decretado que la gasolina subirá exactamente un 500% el 1 de febrero, lo cual es llamativo no solo como suceso en sí, sino también porque un cubano medio gana entre 40 y 20 dólares mensuales (en función del cambio oficial o de la calle).

Antaño la isla caribeña ocupaba un lugar de privilegio en la prensa, la radio y la televisión. Ya no más. El sufrimiento de los cubanos importa ahora tanto como el de los congoleños. Ha dejado de ser políticamente relevante porque la isla ya no es una amenaza simbólica para nadie: solo representa su propio deterioro. Nadie cree en ella como modelo alternativo de nada; nadie la elogia, salvo quizás algunos nostálgicos o algunos cínicos que disfrutan sus estertores con su dinero occidental, no con las condiciones materiales del cubano de a pie.

Ciertamente, Fidel Castro puso a Cuba en el mapa no tanto por su puño dictatorial como por su resistencia frente al imperialismo del vecino del norte. Era, sin duda, carismático -amén de astuto, tozudo y despiadado- y cualquiera que haya tratado con cubanos notaba el orgullo nacional, aunque fueran anticastristas con pedigrí. «Para ser dictador hay que valer«, me dijo un cubano hace poco después de despotricar de Díaz-Canel.

También el hijo de Fidel, Hugo Chávez, tenía su carisma. Era hipnótico verlo expropiar con tanta soltura en la plaza pública. Luego ha llegado Maduro, que tiene en común con Díaz-Canel un cuerpo grande y un cerebro pacato, pero suficiente (o quizás necesario) para mantenerse en la poltrona. Hablo con un cubano recién inmigrado, que ha logrado la nacionalidad española gracias a la Ley de Memoria Democrática, y me narra una situación insoportable en la isla, infernal. Hasta la embajada de Haití tiene colas kilométricas para huir (desde un infierno a otro).

La apertura del país a un número discreto de empresas de pequeño y mediano tamaño (las llamadas mipymes) más que una tímida transición hacia cierto capitalismo de amiguetes, que también, es la manera en que la élite depredadora del partido único toma posiciones ante el porvenir; va enriqueciéndose con negocios que serán monopolios exitosos cuando llegue el inevitable y total hundimiento y florezca algo nuevo. Entre esos cuadros del partido están los Putin cubanos del futuro, los astutos burócratas que se harán con el control cuando se instaure el régimen venidero (una democracia más o menos limpia, tutelada por Estados Unidos, o no, a la rusa), como si nunca hubieran sido lo que son.

El orgullo por una sanidad y una educación públicas de cierto nivel, que existía antes de la caída del muro de Berlín, conseguía alimentar una vanidad comunista que hoy es imposible. La isla es propiedad privada de Raúl Castro, con Díaz-Canel como capataz, y solo puede ofrecer lo que el desastroso régimen no puede destruir: calor y playas. Entre todos los desgraciados del país, los más desgraciados son los médicos que trabajan por salarios que no dan ni para comprar dos cartones de huevos (cuando los hay) y sin medios (que no te duela el apéndice: acabarás con peritonitis). 

El país ya no produce azúcar ni café ni nada, solo vigilancia por doquier, y para colmo Díaz-Canel sale en televisión diciendo que nada hay mejor para la salud que la limonada, en una isla donde los limones abundan tanto como la nieve.

La isla/cárcel ha perdido su aureola propagandística y es cada vez más pequeña, angustiosa y absurda. Los chavales que salieron hace tres años a protestar -algunos de ellos menores de edad- siguen encarcelados en condiciones insoportables. El sistema ha sido derrotado -aplastado por la dura realidad- y ya no le importa a nadie. Ahora, los movimientos políticos que están a la izquierda de la socialdemocracia, cuando buscan una alternativa a Estados Unidos, la encuentran en la cultura woke; es decir, en un producto capitalista creado en el mismísimo Washington DF, el cogollo del imperio. En definitiva, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas norteamericanas sus últimos objetivos estratégicos. La guerra ha terminado.

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