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¿De qué hablamos cuando hablamos de monstruos?

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Netflix estrenó una miniserie, “Monstruos”, que cuenta la historia de dos jóvenes de clase alta de Los Ángeles, los hermanos Lyle y Erik Menéndez, condenados a prisión perpetua por matar a escopetazos a sus padres, Kitty y José, en 1989.

El caso estremeció a la sociedad norteamericana no sólo por la sangre fría que demostraron los asesinos sino también por la ventana que abrió a lo siniestro, ya que los imputados sostuvieron que todo había sido consecuencia de los abusos sexuales que habían sufrido desde niños por parte de José, un importante ejecutivo de la industria del espectáculo.

El título de la miniserie cede a una tentación muy común: deshumanizar a los responsables de crímenes aberrantes. Son monstruos, chacales, bestias. Es decir, no son como nosotros, están fuera de nuestra especie, no comparten nuestros códigos morales ni nuestras pautas de vida. Ubicamos a Lyle, a Erik y desde luego a José (porque la idea de monstruosidad también lo alcanza a partir de las revelaciones de sus hijos) al margen de la escala humana, y el transformarlos en una excepción nos tranquiliza.

Acaba de publicarse un libro estupendo sobre las impresiones de una periodista de Dolores que cubrió el juicio a los asesinos de Fernando Báez Sosa. También se llama “Monstruos”, pero la autora, Gabriela Urrutibehety, va por la negativa, en tanto cuestiona el lugar común. Mientras destila crudas reflexiones sobre el oficio periodístico, se pregunta qué pide la sociedad ante un crimen así y qué le dan los medios.

El hecho, se sabe, ocurrió en el bullicio veraniego de Villa Gesell, a la salida de una discoteca y a la vista de testigos que lo filmaron con sus celulares: varios jóvenes atacaron a otro y lo golpearon hasta matarlo. Luego se fueron a comer hamburguesas.

Urrutibehety asiste a todas las audiencias, tiene muy cerca a los acusados y a la familia de la víctima, escucha a los testigos y a los peritos, ve como en un loop interminable los videos de la paliza, registra el pulso de la calle, de sus colegas porteños, de la gente que organiza marchas y esgrime consignas. «¿Cuál es la verdad que cada uno está dispuesto a escuchar?”, se pregunta.

“Miro a los padres de Fernando, que se sientan a mi izquierda. Miro la foto en la que comen fideos con tuco que tengo en el teléfono. Me resultan tan familiares. Mis hijos ya no son adolescentes, pero también fueron con sus amigos a la playa. También fueron a bailar y alguna vez alguno volvió con un labio partido por una pelea de la que jamás contó nada. Podrían haber sido Fernando, decimos las madres todo el tiempo. Los monstruos podrían ser mis hijos, pienso.”

Urrutibehety decide pararse en una cornisa tan angosta que da vértigo. Lo oscuro nos habita. Es una de las tantas posibilidades de lo cotidiano y sólo a veces se expresa de la manera más brutal. Los monstruos no existen: somos nosotros. Pero necesitamos construirlos para irnos a dormir con la tranquilidad de que, por raros y lejanos, quizás nunca vengan a golpear nuestras puertas.


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