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El Nunca Más y los demonios

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La Comisión Nacional sobre la Desaparición de personas, más conocida por sus siglas “CONADEP”, fue creada por un decreto del entonces presidente Raúl Alfonsín en diciembre de 1983 y, a partir del registro de entrevistas a miles de víctimas (y familiares) de los delitos cometidos por la dictadura cívico militar iniciada en 1976, resultó crucial para juzgar a los responsables del genocidio en el proceso que, posteriormente, se conoció como el «Juicio a las Juntas» (1985).

De la CONADEP surge un libro de denuncia. El Nunca Más. Publicado por la editorial de la UBA, Eudeba, por primera vez hace 40 años, en 1984. Allí aparecen los testimonios del horror, aquellos relatos en primera persona de las víctimas de la dictadura, familiares o sobrevivientes que se animaron a formular las denuncias. Se describen las torturas, las violaciones, el robo de bebés, los secuestros y la desaparición de personas. El fiscal Julio Strassera, clave en el juicio a los jefes de la dictadura (Videla, Massera, Agosti, entre otros), posteriormente, pronunció el célebre epílogo “Nunca Más” al concluir su alegato en el juicio a las juntas.

Ciertamente, el Nunca Más tiene una versión reciente de los hechos. Se escribe al año y pico de finalizada la dictadura. Y, efectivamente, hay un esbozo de guerra entre dos bandos que vino a perturbar a la sociedad, liberándola de culpa sobre lo ocurrido.

La teoría de los dos demonios (uno de izquierda y otro de derecha) resultó muy tranquilizadora para la época y estuvo muy en boga. Veamos cómo la desarrolla el prólogo referenciado.

A los integrantes de las organizaciones armadas se los llama “terroristas”. Es un adjetivo que no es neutro. Un prólogo a una edición posterior, la de 2006, denominó a esas organizaciones con el más despojado “guerrilla”. Era, de todos modos, un término muy usado en esa época. Sigamos.

En esa línea, el prólogo original hace hincapié en el repudio al terrorismo que precedió al golpe (en esta lógica, el terrorismo de izquierda), condenando –finalmente– la violencia “de uno u otro lado”. Inclusive, se consigna la necesidad de verdad y justicia para también salvar el honor de aquellos integrantes de las fuerzas armadas que hayan sido inocentes.

Evidentemente, el poder que todavía ostentaba el Partido Militar, condicionaba el accionar de la comisión. Este es su contexto.

Ese enfoque se afinca estrictamente en lo que se conoce como la teoría de los dos demonios. Esta tesis marca que los “terroristas”, la “subversión”, sin rostro ni humanidad, era uno de esos dos demonios. Quizás el principal, porque fue el primero. El que había que combatir. Con mayores niveles de legalidad. La subversión era el verdadero mal para los cultores de esa teoría analgésica, un mal al que había que aniquilar, aunque, con métodos constitucionales.

El otro demonio se define –a posteriori– más por sus “excesos” que por sus razones. Se fueron de mambo pero habían venido a poner orden. Lo hicieron mal porque se pasaron de la raya. La sociedad, de este modo, que clamó por ese orden se espantó al constatar el nivel de barbarie en los métodos utilizados para exterminar al primer demonio. Luego, “nosotros no tuvimos nada que ver”. Son el otro demonio.

La metáfora analizada es errada, en definitiva, porque no explica adecuadamente los hechos y sus fundamentos.

La violación masiva a los derechos humanos tuvo, como lo expuso Walsh de manera notable en su legendaria “Carta abierta”, razones económicas, sociales y culturales: La miseria planificada.

Nunca Mas Marcha Universitaria

Ignacio Petunchi

Esas motivaciones se transformaron en hechos concretos. Los más flagrantes, violaciones, secuestros, asesinatos, desapariciones, se complementan con otros más sutiles. Se erradicaron villas con indiferencia sobre el destino de sus habitantes, vulnerando el derecho a la vivienda digna de miles de ciudadanos. Se disciplinó a la sociedad en una pedagogía individualista, avanzando hacia una lógica privada de la educación y, también, de la salud. Se redujeron los derechos laborales y se contrajo el aparato productivo. En el campo de la cultura, por poner solo algunos ejemplos, la dictadura prohibió libros, canciones, restringió los carnavales (prohibiendo disfraces, quitando el feriado) y asesinó escritores y poetas como Haroldo Conti, Paco Urondo y Héctor Oesterheld.

El Estado es el encargado de proteger los Derechos Humanos de todos y todas. Si el Estado consideraba que los integrantes de las organizaciones armadas, militantes de base, estudiantes, obreros, curas villeros, etc. habían cometido delitos debía denunciarlos y llevarlos a juicio. El Estado nunca puede violar derechos humanos. El prólogo original del Nunca Más lo enuncia al citar el “caso italiano”. No obstante, deja flotando el asalto a la sociedad por el terror de ambos extremos.

Ese prólogo también describe una especie de graduación del terror, escala en la que destaca particularmente el accionar de las fuerzas armadas a cargo, en ese momento, de la suma del poder estatal (los delitos cometidos por la dictadura militar implicaron un “terrorismo infinitamente peor que el combatido”). Es decir, esta mirada ya se encuentra en el Nunca Más, aunque confundida en la metáfora demoníaca. Entonces:

¿Dos demonios? ¿Uno? ¿Ninguno?

Ni metáforas bíblicas, ni metafísicas. Hubo victimarios y víctimas que fueron personas comunes. Hubo delitos de lesa humanidad cometidos por personas humanas, desde posiciones estatales, en el marco de un sistema cívico militar con objetivos precisos.

También, pudieron haber coexistido delitos comunes que no llegaron a juzgarse, principalmente, porque sus eventuales ejecutores fueron desaparecidos o asesinados por ese Estado.

Finalmente, debe destacarse la relevancia del trabajo de la CONADEP y del informe (y libro) Nunca Más para el esclarecimiento de los hechos ocurridos en aquella aciaga noche y en el proceso de reparación que sigue transitando nuestra sociedad en la medida que los cuerpos de miles de personas no aparecieron, los bebés (hoy adultos) siguen apropiados y los responsables siguen siendo juzgados por delitos de lesa humanidad que por esto mismo –la permanencia del delito en el tiempo– se siguen cometiendo.

El inicio fue el reclamo de las Madres de Plaza de Mayo y familiares. También fue una decisión ética y política, la del presidente Alfonsín de juzgar a los genocidas en el propio país donde se cometieron las violaciones a los derechos humanos, como muestra de autoridad política. Se trata de un hecho sin precedentes en el mundo que hay que valorarlo y también señalar sus claroscuros en honor a la verdad, a la justicia y a la memoria.


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