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La cabeza cortada | Opinión de Iñaki Ezkerra

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Fue el detalle realmente desafortunado y macabro de las Olimpiadas parisinas y me parece que no se le ha prestado la detenida atención ni el tratamiento reflexivo que merecía. Me refiero a la imagen efectista de María Antonieta decapitada y sosteniendo entre sus manos la propia cabeza. Se me podrá decir que el sacrificio ritual de «la viuda Capeto» es parte de la historia de Francia y que los franceses hacen muy bien en asumir ese pasado y en sentirse orgullosos de su Revolución. Pero, por la misma lógica, podrían haber sacado en la ceremonia olímpica la cabeza de Robespierre, igualmente guillotinada unos meses después. Y, ya que hablamos de Historia, podrían haber sacado también a pasear el fantasma de Napoleón o el de Pétain. No lo hicieron porque son figuras históricas, en efecto, tanto como la de la decapitada monarca, pero demasiado incómodas para ser recordadas, como ésta, en esa olímpica inauguración.

El criterio historicista se presenta, así, como selectivo. No se parodió al emperador que arrasó Europa ni al mariscal que colaboró con Hitler, porque ambos encarnan episodios que no favorecen ni engrandecen la imagen de Francia, pero, sin embargo, hubo en el diseño de esos Juegos de 2024 quien pensó que el capítulo de la decapitación de una reina no solo favorece y engrandece esa imagen nacional sino que hasta es digno de reivindicación. Lo pensó hasta el punto de que, en una ceremonia que se convirtió de modo muy especial y premeditado en un escaparate de los supuestos valores morales y sociales de nuestra civilización, se incluía ese cruel descabezamiento como un estimable valor.

En otras palabras, en un presente en el que rechazamos la pena de muerte y en medio de aquel empacho de corrección política, progresismo inclusivo y buenísimo humanitario que rigió en esas Olimpiadas, alguien consideró que matar a una señora que había encarnado el poder absoluto, esto es, a la titular de un régimen ciertamente autocrático pero ya caído, está bien visto incluso hoy en día y es un acto que merece la repetición. He omitido ahora la palabra “reina” porque creo que se equivocan los que han enfocado su crítica a esa tétrica parodia parisina desde la defensa de la institución monárquica. Creo que, con ese estrecho enfoque, sin pretenderlo, le han restado gravedad. Y es que aquí lo sustancial es la legitimación del asesinato político del gobernante, sea éste un monarca o un hijo del pueblo llano. Y dicha legitimación se argumenta (así se hizo en la ceremonia olímpica) en nombre de la libertad y de la lucha contra la tiranía.

De acuerdo, aceptemos el envite. Los reyes de Francia fueron unos tiranos que condenaron a su pueblo al hambre y a la miseria. Pero si -en lugar de aceptar su ejecución como una fatalidad del tiempo revolucionario que les tocó vivir y de la dialéctica hegeliana de la Historia- legitimamos el crimen político como un valor democrático, estamos comprometiendo nuestro propio presente. Y es que la tiranía no es algo que se deba identificar indefectiblemente con las casas reales. De hecho, hoy hay monarquías parlamentarias que no solo respetan sino que garantizan la legalidad democrática. Como hay repúblicas dictatoriales que se saltan el veredicto de las urnas además de condenar a sus pueblos a la miseria y al hambre. Ojo con lo que reivindicamos, porque los tiranos no se acabaron en el siglo XVIII.


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