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Llorar es cosa de hombres

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Hay gente que no envasa las lágrimas. Y hay gente que hará cualquier cosa con tal de ayudarle a cerrar las compuertas emocionales a la persona que tiene al lado. Incluso si se trata de un desconocido al que cruzamos por la calle un día cualquiera.

Sucedió una de estas mañanas de primavera en el barrio de Congreso. Alto, delgado, cincuentón, el hombre lloraba como un niño justo enfrente de casa. Intuyo que es vecino -tal vez vive en la otra cuadra, o a la vuelta- porque siempre se deja ver más o menos a la misma hora con un perro té con leche atado a su correa.

El día del llanto caminaba solo, bien vestido, con la vista hundida en las baldosas y un celular en la oreja. Como sin querer, le di dos golpecitos de ánimo en el brazo y seguí camino hacia el garaje. Con cierta ingenuidad, sentí que con esa reacción visceral de meterme sin aviso en su intimidad le salvé poco menos que la vida. Y que la brecha de género en el llanto quedó definitivamente en el pasado.

Esta semana, sin ir más lejos, a Rafa Nadal se le aguaron los ojos al anunciar su retiro del tenis. ¿Quién no recuerda además a Roger Federer cuando subió al escenario durante un concierto de Andrea Bocelli y rompió en llanto? ¿Y el de Scaloni en la final de Qatar? ¿Y las lágrimas de aquel abuelo de Chaco que se hizo viral cuando su nieto terminó la primaria? ¿Y las del protagonista de Aftersun que se quiebra en la habitación de un resort donde veranea con su hija? Ese llanto justifica toda la película que fue nominada al Oscar en 2023. Un llanto que ni siquiera se muestra en la pantalla porque Paul Mescal está de espaldas, sentado en su cama. Y sin embargo nunca nadie jamás ha contado mejor una escena así sin mostrar una lágrima. Y sin revelar por qué llora ese hombretón mientras su hija juega en la pileta del hotel.

La idea de que los varones deben ocultar sus lágrimas es muy vieja. En La República, Platón decía que en una sociedad sana los hombres deberían ser maestros del duelo y la angustia y no sus esclavos. Séneca expresó ideas similares, que fueron retomadas por los pensadores del Renacimiento y, más tarde, por los puritanos victorianos. Para ellos, el llanto era un sentimiento primitivo e irracional, cobarde e impropio en un hombre.

Sin embargo, hay cierta evidencia histórica y literaria que indica que en el pasado los hombres no solo lloraban en público, sino que nadie lo veía como algo femenino o vergonzoso.

En la Ilíada de Homero, por ejemplo, todo el ejército griego estalla en lágrimas unánimes en varios pasajes. Y en la Biblia también hay referencias al llanto demostrativo de reyes y pueblos enteros.

Como sea, eso de que los hombres no lloran es una leyenda errante. Lo dijo ya el primer romántico francés, Alphonse de Lamartine, a mediados del 1800: “Después de la propia sangre, lo mejor que el hombre puede dar de sí es una lágrima”.

Aunque no tengamos ni idea de por qué el cincuentón flaco, alto y bien vestido de Congreso eligió derramar la suya justo en mi baldosa.


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