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El día que cuatro islas escocesas perdieron a toda su población para siempre

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Una biblia abierta y un pequeño montón de avena es lo único que quedó en cada casa de St Kilda cuando, aquel 29 de agosto de 1930, los últimos habitantes de la isla cerraron las puertas de sus casas y abandonaron para siempre el que había sido su hogar. Ya en el barco, rumbo a una nueva vida, los 36 isleños rompieron a llorar.

Nadie les forzó a marcharse, ninguna autoridad ni tan siquiera una catástrofe natural. Fueron ellos mismos quienes, de manera colectiva, decidieron dejar atrás sus verdes laderas, sus costas escarpadas y su vida de pastoreo, convencidos de que fuera de allí les esperaba un futuro mejor. 

La despoblación inevitable de St Kilda

El archipiélago escocés de St Kilda, el más remoto de las Hébridas Exteriores, estuvo habitado durante más de cuatro mil años aunque la única isla en la que hubo asentamientos fue en Hirta, que, en su punto máximo, a finales del siglo XVIII contaba con la presencia de 27 familias, lo que suponía un total de 180 personas. 

Sin embargo, la emigración y las enfermedades menguaron poco a poco la población hasta que en 1727, una epidemia de viruela la redujo a tan solo 30 personas. Enseguida, los propietarios de la isla se apresuraron a repoblarla con gentes de otras islas, a las que atrajeron mediante la oferta de tierras a cambio de una renta razonable y de un estándar de vida aceptable para la época.

Residentes de St. Kilda sentados en la calle del pueblo, 1886.
Wikimedia Commons

Para 1758, la población había aumentado a 88, y había llegado a poco menos de 100 para fines de siglo. Esta cifra se mantuvo bastante constante desde el siglo XVIII hasta 1851.

De hecho, el siglo XIX trajo consigo el fin del aislamiento secular del archipiélago y los barcos cargados de turistas comenzaron a visitar Saint Kilda durante los meses de verano. Los nobles ingleses de la época victoriana quedaron fascinados por aquellos compatriotas que hablaban gaélico y comían frailecillos cocidos con gachas de avena, y que vivían en estructuras de piedras con forma de colmena.

La Gran Guerra fue el principio del fin de aquel pueblo. Cuando acabó, la mayoría de hombres jóvenes habían emigrado y la despoblación era inevitable: las cosechas fallaban y los isleños se morían de hambre.

Los isleños de St Kilda

Cuando en 1549 el clérigo escocés Donald Monro visitó por primera vez Saint Kilda, quedó asombrado por los escasos conocimientos de sus gentes sobre religión. De hecho, se cree que muchos de ellos tenían ideas más próximas a los antiguos druidas que a las cristianas, y que incluso existían hasta cinco altares druídicos hasta poco antes de la llegada del reverendo John MacDonald, en 1822, que cambió las creencias y vida de la comunidad. 

Otra de las peculiaridades de la población de Saint Kilda es que cada mañana se reunían para decidir cómo se repartían las tareas comunitarias. Una reunión que no era liderada por nadie y en la que todos tenían el derecho de tomar la palabra.

Aunque no era una sociedad tan utópica como se pudiera pensar, lo cierto es que no se tiene constancia de que se cometiera ningún crimen en las islas ni de que ninguno de sus habitantes luchara en ninguna guerra durante cuatro siglos de historia.

A diferencia de lo que podría cabría imaginar, la dieta de los isleños no se basaba en pescado, sino en la agricultura de subsistencia, que se complementaba con los huevos y la carne fresca o curada de las aves marinas que anidaban en la isla durante la época de cría, durante la cual se calcula que pasaban casi un millón de aves por ella.

Los isleños trepaban y se descolgaban con gran habilidad por los acantilados y los stacks marinos sujetos por cuerdas para recoger los huevos y los polluelos de alcatraz, fulmar o frailecillo. 

Ahora St Kilda está habitada por unos pocos miembros del personal del National Trust for Scotland y el Ministerio de Defensa y un puñado de investigadores.


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