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El hombre que amaba los trenes

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El padre trabaja en el Ferrocarril Urquiza. Aprende inglés a la fuerza porque su jefe, el míster, siempre estaba borracho. “Papá, contame de la primera locomotora”, pide ella cuando salen a caminar. “Se llamaba la Porteña pero la construyeron en la India, de ahí la trasladaron a Crimea y después al sitio de Sebastopol. Al final se la devolvieron a los ingleses y la compramos nosotros. Iba de Plaza Lavalle hasta Flores”.

Una vez la invita a conocer la estación. El padre la agarra de la mano y caminan por la vía, dando un paseo largo para alcanzar a los durmientes. De pronto sienten un ruido y tienen que saltar a la plataforma. El padre saluda al conductor de la locomotora apoyando los dedos en la frente y el conductor le hace una venía. Ella no se atreve a decir una palabra. Después él la lleva a la oficina y consulta una planilla. “Qué raro”, dice. “Venía atrasado”.

Cuando el padre enciende un Chesterfield ella le dice: “Parecés una locomotora” y él le sigue el juego: “¿Sthepenson o Garrat?”. Las Garrat eran dos máquinas que se acoplaban una con otra, culo con culo, para tirar con más fuerza.

En los ochenta el padre escribe cartas dirigidas a la sección lectores del Diario de Paraná. Una está titulada: “Que se sinceren los costos, que se conozca la verdad”. En un párrafo dice: “A los ferrocarriles los devoraron los transportistas de carga. Mientras los americanos nos inundan con autos y camiones, las empresas ganan con falta de inversión. Se pregunta: “¿Qué va a pasar con los pueblos, con la gente?” Ella encuentra el recorte del diario años después, en una carpeta.

En enero de 1986 se desmontan los talleres de Cruz del Eje para instalar la fábrica de motos Honda. El padre dice que junto a los de Tafí Viejo y Laguna Paiva eran los únicos preparados para fabricar vagones acá, en lugar de comprarlos afuera. El sindicato publica una solicitada denunciando que construir un tren de carga costaba lo mismo que cincuenta camiones y que un tren de ocho vagones costaba lo mismo que setenta y cuatro colectivos. El padre lo firma como secretario general. Dos meses después le notifican el despido.

El padre se dedica a tramitar pensiones, retiros y juicios de reajuste en Buenos Aires. Una vez ella lo acompaña a un estudio de calle Córdoba. Espera sentada en una butaca mientras el padre entra con una pila de carpetas. Escucha que lo saludan. “Que tal, Scalabrini, ¿cómo anda ese ferrocarril? Y su voz contestando: “Para la mierda, doctor, si antes llevábamos el sesenta por ciento de las cargas y ahora no llegamos a diez”.

Casi al final, el padre empieza a recordar parte de su vida. Había remado en el Uruguay y jugado al futbol. Pescó en el Hernandarias. Calculaba el horario de partida y llegada de los trenes con la certeza de un golpe de pelota en el frontón. Todas las cosas triviales volvían a él y se emocionaba al recordarlas, como si una locomotora pasara por debajo de su ventana. El médico anotó en el certificado: Hora de la muerte. 9 de la mañana.


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