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Humilde manifiesto contra la onda foodie

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Perdón que les robe el latiguillo a los ingeniosos de X, pero “no tengo pruebas ni tampoco dudas”: nunca en la historia de la humanidad se habló tanto de comida como ahora sin que sea por su falta, por su precio o por su abundancia. Ahora se habla mucho, muchísimo, de platos, restaurantes, pastelerías, cafés, productos, casi siempre en forma de recomendación o de ranking. Es la infumable onda foodie (infumable por extensa, omnipresente, cargosa), que siempre te está señalando qué comer, dónde, a qué precio.

Googleo y descubro que la palabra foodie es nuevita. La inventaron dos periodistas, el norteamericano Paul Levy y la inglesa Ann Barr, en un libro que publicaron en 1984, “The Official Foodie Handbook”, algo así como un manual del buen comer. Esta voz tiene una traducción al castellano, “comidista”, acuñada en 2010, pero que casi nadie usa porque los anglicismos nos resultan más musicales, pegadizos y, desde luego, son cool.

Lo que me molesta de los foodies es su desprejuicio asertivo. Te dicen “dónde comer las mejores milanesas (o rabas, o medialunas) de Buenos Aires” y se tiran a la pileta sin ponerse colorados. Foodie, querido, seamos buenos: te apuesto lo que quieras que no probaste “tooodas” las milangas de la ciudad (o rabas, o medialunas) como para jugártela de tal manera. Además, ¿no aprendiste que sobre gustos no hay nada escrito?

Hace unos días caí en la trampa. Recomendaban las mejores empanadas fritas de mi barrio y señalaban un boliche que yo desconocía. Fui, pagué un dineral, esperé una hora (¡una hora!) y me llevé las peores empanadas fritas que comí en mi vida. ¿Masa crocante y con globitos? No. ¿Jugosas? Tampoco. ¿Relleno imperdible? Bué… Eso sí: eran livianas, pero ¿quién pretende liviandad en una empanada frita?

Hay una chica en las redes que vive de las sugerencias foodie. No voy a meterme con su negocio, pero yo la responsabilizo de al menos tres clavadas gastronómicas y sendas peleas de pareja. Porque si el restaurante lo elegiste vos y fue un fiasco, el reproche será instantáneo.

Siempre tenemos a mano un pasado ilusorio e incomprobable al que se extraña; en este caso, cuando todos éramos menos pretenciosos y salir a comer afuera no era más que ir por unos tallarines a la bolognesa con un pingüino de tinto. En ese tiempo añorado, uno elegía el restaurante siguiendo el consejo de un conocido con quien compartíamos gustos básicos. Hoy, la elección se vuelve más intrincada que una interna presidencial. Primero, vamos a ver qué dicen los foodies. Luego, qué dicen los comentarios en la web del sitio en cuestión. La parálisis (mejor quedémonos en casa y recaliento lo que sobró de ayer) está a un pasito.

En este humilde manifiesto anti foodie, que boyará hasta desaparecer como una billetera abandonada en el andén del subte, sólo pido que volvamos a confiar en el paladar del cuñado o de la vecina. Mejor que eso, pido no innovar y seguir apostando al bodegón que nunca ha sido gran cosa, pero que tampoco nos cobró fortunas por vanas promesas de manjar.


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