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Traición en París | Opinión de Miguel Fernández Guerra

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Traición. Esa es la palabra que más se oía estos días en las bancadas de la izquierda parlamentaria francesa. El Nuevo Frente Popular (el bloque que agrupa a La Francia Insumisa de Mélenchon junto a socialistas, verdes y comunistas) asistía con estupor al último quiebro del presidente de la República, Emmanuel Macron, en el duelo de esgrima que han sido los últimos meses: el nombramiento de Michel Barnier como su nuevo primer ministro.

Tras la sorprendente victoria de la izquierda en la segunda vuelta de las elecciones el país quedaba sumido en un escenario inédito de fragmentación con una cámara dividida en tres bloques casi idénticos: el Nuevo Frente Popular, los debilitados macronistas y la Reagrupación Nacional de Marine Le Pen, crecida pero lejos de la pronosticada mayoría absoluta. El resultado era un legislativo ingobernable e indisoluble, ya que el presidente no puede convocar nuevas elecciones durante un año.

Ante el bloqueo como resultado orgánico, el escenario soñado de Macron siempre ha sido un gobierno apoyado por el «arco republicano» (desde la derecha gaullista hasta los socialistas, pasando por verdes y liberales, y dejando fuera a Mélenchon y Le Pen). Sin embargo, en su ronda de consultas se topó con la inamovible unidad de la izquierda, que exigía el nombramiento de su candidata Lucie Castets somo primera ministra y aplicar un programa basado en desmantelar sus polémicas reformas de los últimos años, como la de las pensiones, y subir los impuestos a las clases altas.

Callejón sin salida. Para cumplir su promesa de estabilidad, lo que Macron necesitaba era un candidato que no fuese a ser inmediatamente fulminado en la Asamblea por una moción de censura, capaz de armar coaliciones para gobernar y que prometiese no desmantelar sus medidas estrella, puesto que el presidente está de salida y quiere salvaguardar su legado. Finalmente, Barnier se ha impuesto sobre los otros nombres que han flotado en la prensa y los despachos estas semanas.

Michel Barnier es un fiel representante de lo mejor de la política francesa de toda la vida. Tiene a sus espaldas una larga trayectoria como ministro y comisario europeo bajo gobiernos de distintos colores políticos, y su etapa como negociador jefe de la Unión Europea para el Brexit le granjeó un respeto transversal. Es un perfil cuidado para buscar la complicidad en Bruselas, en un momento en el que Francia se encuentra en el punto de mira de la UE por su nivel de deuda y déficit excesivo. Sin embargo, su nombramiento como primer ministro es sorprendente porque recuerda a una Francia que ya no es hegemónica.

Para empezar, es miembro de Los Republicanos, el partido de centroderecha de Chirac y Sarkozy que en las elecciones de julio resultó cuarta fuerza y que irónicamente fue el único partido tradicional que no participó en el llamado «frente republicano» para aislar a la extrema derecha. Además, a título personal, a muchos su discurso duro contra la inmigración les suena demasiado parecido al de Le Pen.

La parálisis actual es una consecuencia directa de su decisión de anticipar elecciones, buscando un golpe de efecto que nunca llegó»

Así pues, la izquierda grita «traición» y denuncia la falta de respeto del presidente de la República a los resultados electorales. No solo porque ganando las elecciones se ven legitimados para gobernar, sino también porque la generosidad que demostraron los progresistas en la segunda vuelta electoral, retirando sus candidatos en favor de macronistas y derecha tradicional para formar un cordón sanitario frente a la Reagrupación Nacional, se ve recompensada ahora con un sonoro portazo.

La sensación al echar la vista atrás es que los últimos meses no han servido para nada. Macron podía haber nombrado a Barnier con las mayorías de la anterior legislatura y ahorrarse el circo. La parálisis actual es una consecuencia directa de su decisión de convocar elecciones anticipadas tras la dura derrota de su campo político en las europeas, buscando un golpe de efecto que nunca llegó. Después de someter al país a una tensión máxima y de una movilización histórica para bloquear a la extrema derecha, el presidente se burla del «arco republicano» y somete su gobierno a Le Pen, convertida en emperadora de Francia. Será ella quien decida si hace caer a Barnier y su equipo, en cada votación. Ave Marine, los que van a morir te saludan.


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