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Madame Pelicot y una lección de dignidad

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Todos los días, puntualmente, desde hace casi un mes, la mujer, – 71 años, menuda, 1,60 metros, corte carré y anteojos oscuros, la frente alta, su mano aferrada a la cartera que cuelga de su hombro-, recorre el mismo camino. El que la conduce a la sala Voltaire, en los tribunales de Aviñón, para tomar asiento a la izquierda de la Corte, justo frente al hombre con el que compartió los últimos 50 años de su vida. Su flamante ex marido, Dominique Pelicot, y la razón por la que ella, Gisèle, está allí sentada desde hace cuatro semanas, y seguirá estándolo hasta que en diciembre la Justicia dé su veredicto. Padre de sus tres hijos, Pelicot es el enjuiciado; ese individuo de aspecto común y corriente que durante más de una década la drogó hasta dejarla inconsciente para entregarla a más de ochenta hombres a los que convocaba al solo y único efecto de que la violaran mientras él miraba y filmaba.

Hasta noviembre de 2020, Gisèle era una típica ama de casa de Mazan, el lugar al que se mudó la familia desde París, cuando ella se jubiló en la Compañía de Electricidad de Francia, amorosa con sus hijos, sus nietos, y feliz con su marido, “mi único amor”. Pero entonces todo cambió. Dominique había sido detenido por tomar fotos debajo de la pollera de varias mujeres en un centro comercial. Un análisis de los dispositivos del hombre como parte de la investigación revelaría el horror que hoy se ventila ante la Justicia.

A pesar de declarar “En mi interior soy un campo en ruinas”, en la única jornada en la que subió al estrado, Gisèle no ha hecho más que dar lecciones de dignidad a lo largo de estas tres semanas. Por empezar, decidió conservar su apellido de casada hasta que termine el juicio; después recobrará el verdadero, el propio, el que está limpio.

Contra todas las recomendaciones para que las audiencias fueran privadas, pidió expresamente que se hicieran públicas. Eligió exponerse para que el mundo se asomara a esta otra forma de la banalidad del mal, para que se conociera lo que estos 51 hombres, -los que pudieron ser identificados, de entre 26 y 74 años, comerciantes, empleados, periodistas, carpinteros, maridos, padres, abuelos -, desafiando todas las convenciones, habían sido capaces de hacer. Para que otras mujeres no tuvieran que pasar por lo mismo. Para que la vergüenza cambiara de bando.

Gisèle Pelicot hizo suya esa frase, proclamada por otra famosa Gisèle, de apellido Halimi y oriunda de Túnez, que en los años 70 llevó adelante un famoso caso de violencia sexual, al defender a dos mujeres belgas que habían sido violadas por tres hombres cerca de Marsella, y consiguió que el juicio fuera abierto para que a través de los medios la ciudadanía tomara parte en el debate. Su trabajo logró que en Francia la violencia sexual se analizara bajo otra óptica y se aumentara el tenor de las penas, que antes iban de dos meses a cinco años de prisión.

A pesar de la evidencia incuestionable de las fotos y los videos expuestos en el tribunal, que Gisèle Pelicot autorizó expresamente a proyectar ante los jueces, debió soportar humillaciones de parte de los abogados de los acusados. “La señora era juguetona; en algunas se la ve sonreír”, osaron decir algunos de ellos. “En ningún momento di mi consentimiento al señor Pelicot, ni a estos hombres que están detrás de mí. He oído de todo. Tengo la sensación de que la culpable soy yo, y que los 50 detrás son las víctimas”, protestó indignada.

En medio del tsunami que la atravesó, (“Fui sacrificada en el altar del vicio. Probablemente no me recupere jamás”), Gisèle se ha convertido en un símbolo; en un modelo de dignidad. En un tiempo y en un mundo en que semejante cualidad es un bien escaso.


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