Cuando mueren los inmortales

Era el hombre más bello del mundo, dueño de esa clase de belleza que quita el aliento; una que no parece de este mundo. Lo digo con conocimiento de causa: por esas circunstancias de la vida estuve con él cara a cara, a apenas medio metro de distancia. Estaba en sus 40, y el rostro evidenciaba los primeros signos de la madurez, lo que volvía más real y más interesante la belleza de las facciones.

No era el típico carilindo; lo suyo no era esa fachada detrás de la cual rápidamente se advierte que no hay nada. La profundidad de la mirada, que traspasaba esos ojos celestes, hablaba mucho más que las palabras. Era quizá lo que también se ponía en juego delante de la cámara, lo mismo que se colaba a través de la pantalla.

Años atrás, en el lobby de un hotel de París, me topé con un libro muy prolija y cuidadosamente editado, que pasaba revista a su vida y a su carrera, con gran despliegue de fotos y de declaraciones. En una de ellas, él, Alain Delon, confesaba que su vida era “como un iceberg, del que sólo se ve la pequeña parte que emerge”. Era lo sumergido, esa historia de abandonos, de rebeldía adolescente, de incursión en la guerra, de trabajos de mala muerte hasta llegar a la consagración y a “la pequeña parte que emerge” lo que contaba sin contar cuando miraba.

Hubo muchos papeles inolvidables. «El Gatopardo», «Rocco y sus hermanos», y tantos otros. Pero la memoria vuelve a Los aventureros con su entrañable consagración de la amistad, y la inolvidable voz de Delon entonando «Laetitia», una de las canciones más bellas del mundo. Cerca de casa, lo que alguna vez fue una disquería, se empeña en seguir pasándola, una y otra vez. Una forma de conjurar los caprichos de la muerte.