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El García Márquez que odiaba las mentiras

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Fue un libro emocionante, de los mejores que he leído sobre personajes del boom de la literatura iberoamericana, de los que estuvieron presentes en el famoso libro de Luis Harss (Los nuestros) como aquellos que no llegaron a estar, aunque luego fueron reivindicados por el artífice sobresaliente de aquella antología.

Quien primero me habló del peculiar autor de la obra a la que me refiero, Son así, publicado en 1982 por la editorial La Oveja Negra de Bogotá, fue Guillermo Cabrera Infante, al que el autor hizo una larga entrevista en Londres. Cuando ya supo más de Cabrera Infante, Harss lo incluyó en referencias posteriores para resaltar el valor del autor de Tres tristes tigres.

Ese libro cuyo título es un aviso sobre lo que hay dentro, es en una continuación, por otros medios, del libro de Harss, escrito para resaltar el modo de ser, y no tan solo el modo de escribir, de personajes que constituyen la literatura hispanoamericana del boom.

El libro incluye desde la cubierta el inmenso caudal que alberga: Borges, Onetti, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Ernesto Sábato, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa y, como ya adelanté, Guillermo Cabrera Infante.

Cuando tuve en mis manos ese libro, quizá en torno a 1984, lo bebí como si fuera agua del Caribe o del Río de la Plata, o de donde cultivaran su imaginación y su persona (son así) estos extraordinarios representantes del boom. Mi pasión latinoamericana proviene de los escritores, sin duda. De estos, sobre todo.

En los primeros años universitarios en Tenerife descubrí Rayuela, a la vez que Tres tristes tigres, La ciudad y los perros o Cien años de soledad. Cualquier cosa que hicieran esos personajes era parte de mi vida, y de la de mis compañeros de entonces. Íbamos por la calle imitando sus maneras de ser como si fuéramos a verlos de pronto y, en mi caso, imitándolos.

Mientras leía Rayuela le pedí a Antonia, la señora que hacía la habitación en el Colegio Mayor, que no cambiara nada de lo que hubiera a la vista, porque yo quería estar rodeado de la misma atmósfera mientras faltaran por leer páginas de esa obra maestra. Cualquier cosa que tuviera que ver con el boom formaba parte de mi alegría de leer. Luego conocí a Cortázar, en Ámsterdam.

Caminaba con las manos en los bolsillos, era tan gigante. Luego lo entrevisté, escribí su obituario aquel febrero, siempre me fue inolvidable… Y aparecieron por mi vida cada uno de ellos. Carpentier, una vez le di la mano cuando él vino a Madrid a recibir el premio Cervantes… Era adusto, un diplomático silencioso, y tenía la mano como aquietada, la daba sin convicción, como si estuviera pensando en otra cosa. Leí sus libros, me parece que su prosa era grande como sus ojos, sin embargo en ese instante estaban como desmadejados.

Sábato es otra historia, claro, tan triste, siempre pensando que otro no lo quiere, buscando en silencio que lo quisieran a él. Borges fue para mi la mayor sorpresa, era tan sociable, tan cantarín, tan extraño que estuviera ciego, todo lo miraba. Carlos Fuentes fue parte de mi vida como editor, lo acompañé a tantos sitios: siempre estaba de pie; en bañador me dio su última entrevista, o la penúltima. Pensé que nunca se moriría. Un día estábamos con el presidente chileno Ricardo Lagos; éste habló más que él, irrumpía en sus ideas, se las amoldaba.

Ya Carlos no era Fuentes. Onetti de todos los que conocí era el más feliz… Felizmente sigue Mario Vargas Llosa con nosotros, La ciudad y los perros fue mi primera piedra de toque… Onetti, déjenme que les diga, fue el más simpático de todos los que están en la lista de ese libro que desbrozo. A todos los tuve cerca, eran mi literatura. Cabrera Infante fue, de todos, el más cercano, como Miriam Gómez, su mujer, tan cercanos e inolvidables…

Ah, ese libro que los contiene. Cuando lo descubrí se convirtió en un libro imperdible, y se perdió. Alguien que lo rebuscó hasta robarlo se lo llevó de mi cartapacio o de mi biblioteca, o de mi asiento en un bar, lo cierto es que Son así. Reportaje de nueve escritores latinoamericanos, de Eligio García Márquez, dejó de existir para mi. Durante años estuvo descatalogado, decían, algunos amigos lo habían vislumbrado en un bosque de libros, pero cuando llegaron a él ya se había adelantado otro ávido del boom o vete tú a saber.

Lo cierto es que durante años he penado por ese volumen que tiene 243 páginas y que ahora, en una edición de 2002, de El Áncora Editorial, de Bogotá, es mío, está conmigo, y es una felicidad que se llama libro y una historia que es, además, emocionante.

Eligio García Márquez, el autor, fue en busca de esos escritores con la identidad de Eligio García, ocultó durante años el otro apellido e incluso el otro nombre que también tiene, Gabriel, como su hermano, el famoso autor de Cien años de soledad…

Durante años pocos supieron que aquel muchacho, luego autor de otros libros, se llamaba como lo puso la madre (Gabriel) persuadida de que, como el otro Gabriel se había ido de la casa y por esos mundos, éste nuevo que nacía, tenía que llamarse como el mayor que ya no estaba con ellos.

Dije a amigos que el libro no aparecía, y estuve años sin él. Alertado hace nada de esta búsqueda, un amigo colombiano, el escritor, Alejandro Maya Naranjo, que fue el mejor alcalde de Guadalape, su pueblo, y es ensayista, narrador e investigador, supo de mi pesquisa y lo consiguió.

Al enviarme este tesoro, que me lo trajo a Madrid desde Bogotá en su equipaje Dasso Zaldivar, el autor de una monumental biografía de Gabo (García Márquez. El viaje a la semilla, Prólogo de William Ospina, Ariel), Maya me dijo: “No es el mismo volumen editado por Oveja Negra, corresponde a una edición aliada entre Panamericana//El Ancora Editores, correspondiente al año 2002, con sede en Bogotá”. Y que “el texto es usado, pero fue bien tratado y se halla en excelentes condiciones; tanto sus carátulas como la parte interior: sin hojas mareadas, mutiladas, resaltadas, subrayadas o desprendidas”. Él sabe ya que este libro es otra vez un hallazgo.

Cuando murió Eligio, en el verano de 2001, le pregunté por su figura a su amigo Gustavo Tatis, también gabosiano muy ilustre, autor de La flor amarilla del prestigitador (Navona 2019) sobre la familia del autor de El coronel no tiene quien le escriba. Me dijo que, aunque su madre lo bautizó también Gabriel, Eligio nunca presumió de ese patronímico. “Eligio luchó por ser él, no quería vivir de la fama de su hermano mayor; en algunos casos, como Vargas Llosa, con el que estuvo en Caracas cuando a Gabo le dieron el Rómulo Gallegos, no podía disimular, pero ante otros, como Guillermo Cabrera Infante o Alejo Carpentier, se presentaba como Alejo García, y como Alejo García firmaba luego esos reportajes”.

Una vez, entrevistando a Carpentier precisamente, Eligio llegó al paroxismo de su retraimiento. “¿Cómo se llama usted?”, le preguntó el cubano. “Eligio García”, le respondió. Ante la insistencia del maestro tuvo que soltar la otra parte del nombre. “¡¡¿Y por qué no me lo dijo antes?!!”. Una vez concurrió Eligio a un concurso literario. Si no es bueno, no lo premien, avisó su hermano. No lo premiaron. Me contó Tatis que, cuando se le presentó el tumor que acabaría con su vida, Gabo le proporcionó a Gabriel Eligio toda su ayuda. “Él lo amaba”, me dijo Tatis en aquellos momentos en que el duelo era por Eligio, “y no quería ser él”. En todo caso, “fue un puente hacia él”.

Recuperado este libro, reeditado hace tiempo y perdido mucho años, significo aquí mi gratitud por aquel ser que hizo posible esta explicación imborrable de los principales héroes del boom.


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