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Viaje al corazón de las casas

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Hay quienes se apasionan por las expediciones a lugares lejanos. Yo también lo hago, pero los ámbitos cercanos no me intrigan menos. Vivo desde chica en Castelar, una ciudad del conurbano Oeste, con todo tipo de casas. Las he visto nacer, crecer y envejecer, remodelarse y reinventarse, cambiar de dueños y también, cuando nuevos códigos urbanísticos lo habilitan, ser derribadas para erigir departamentos en los amplios terrenos. En los frentes homogéneos de esos edificios recientes, las ventanas iguales de las viviendas quedan generalmente lejos de la vereda que transitamos los caminantes. Rectángulos esquivos, no ofrecen demasiado asidero para adivinar los gustos particulares de quienes las habitan. Si esa posibilidad existiera, me anotaría en un tour que me permitiese asomarme a casas vivas de diferentes épocas y tamaños, con un guía que diera explicaciones, pero no demasiadas, solo las suficientes como para adivinar lo que no se sabe, lo que no se dice. Puesto que no hay excursiones de esa clase, me las invento. Para eso, y quizá por eso, soy novelista. Y, por supuesto, he sido y sigo siendo lectora apasionada de novelas.

¿Qué hacen esas ficciones sino ofrecernos el acceso a los espacios privados donde otros humanos traman vidas que desconocemos, se rodean de objetos que condensan la memoria y exhiben sus claves escondidas?

Emma Bovary (Madame Bovary, de Flaubert) habita una mediocre vivienda pequeñoburguesa con su marido, un mediocre médico de provincia, pero sueña con los salones del castillo de Vaubyessard, donde ha sido invitada ocasional. Adorna la vulgaridad de su entorno comprando objetos superfluos para compensar su íntima desolación, sus ansias de felicidad glamorosa: refinados elementos de escritorio, jarrones de cristal, un neceser de marfil. Cada una de sus adquisiciones dibuja sobre el ámbito doméstico el inalcanzable mundo paralelo de sus deseos, que la precipitarán, a ella y a los suyos, en la tragedia.

En un extremo opuesto del mapa afectivo se sitúa la residencia de la familia March (Mujercitas, de Louisa May Alcott) en un pueblo de Massachusetts. Es un hogar con ingresos reducidos, pero sostenido por otra clase de baluartes. Mientras el padre está en el frente, durante la guerra civil, la madre y sus cuatro hijas adolescentes afrontan las carencias materiales con trabajo, inquebrantable amor mutuo, austeridad y coraje. En el desván de la casa campestre hay cuatro baúles, uno por cada una de las hermanas, que definen las claves de su personalidad y custodian sus recuerdos significativos. El de Jo, inspiradora de todas las escritoras que la sucedimos, atesora sus diarios y los apuntes de su obra futura.

Toda casa que veo al pasar es para mí un arcón que a su vez encierra otras cajas misteriosas. Frente a cada puerta y cada ventana, sospecho, intuyo, imagino un semillero conjetural de historias a la espera de esa voz que se atreva a narrarlas.


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