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El arte de reparar, el arte de perder, el arte de recordar

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Entre los bellos y sabios conceptos de la cultura japonesa está el “Kintsugi”, que tiene un antiguo origen histórico, como técnica para reparar cerámica rota con un barniz de resina espolvoreado de metales preciosos. Las piezas así arregladas llegan, incluso, a tener más valor que las originales nunca dañadas. Esta práctica tiene ricas implicaciones filosóficas. Nos muestra que las heridas de los objetos y de los seres no necesariamente los afean o invalidan. Por el contrario, pueden ser exhibidas y suturadas de tal modo que hasta los mejoran y los embellecen.

Pienso, por contraste, en un famoso y conmovedor poema de la poeta estadounidense Elizabeth Bishop (1911 – 1979): “El arte de perder”, que exhorta a la aceptación de la pérdida como hecho inevitable del devenir. No nos queda otro remedio que ser buenos perdedores para seguir viviendo, debemos desprendernos de lugares que no volveremos a visitar, de nombres, cosas, de seres amados que nos dejan por el abandono o por la muerte. Sin embargo, esa misma poesía funciona como “Kintsugi” en tanto, amorosamente, reúne y reintegra el mapa disperso de lo perdido con su polvo de oro.

Pienso, también, en las ancestrales artes femeninas de reutilizar lo aparentemente inservible o deshecho, nacidas del ingenio y de la necesidad: las comidas sustanciosas hechas con sobras (que son hoy platos estrella de muchos recetarios tradicionales), las prendas destejidas para aprovechar la lana de otra manera, la remodelación de vestidos, los reciclajes de todo tipo aplicados a los enseres hogareños, la conversión de lo utilitario en estético: envases transformados en portalápices, macetas o floreros, carteras y cestas de sachets de leche, lámparas con pies de lata, raíces de árbol o libros viejos.

¿Existen, de verdad, la aniquilación y la pérdida? Nunca de manera absoluta. Estamos hechos con las células de nuestros muertos, no solo desde el ADN que se nos lega físicamente sino desde todas las formas de la memoria y de las huellas intangibles y materiales. Lo saben muy bien los arqueólogos, que reconstruyen mundos enteros a partir de fragmentos, esquirlas, restos.

¿Hay una memoria cósmica, o divina, un continuum donde todo se conserva en una trama o una red de sentidos? Otro poema notable, escrito, como el de Bishop, en ocasión de la muerte de un amigo, quiere creer que sí. Se trata de “In memoriam A.H.H”, de Lord Alfred Tennyson (1809 – 1892), donde se dice (o se espera) que ni una sola vida será destruida o descartada en el vacío como un desperdicio cuando Dios reúna la pila de todas sus criaturas. Ni un gusano, ni una polilla, serán arrojados a un fuego estéril.

Lo que anhelan los poetas, lo piensan los teósofos: el concepto de “registros akáshikos” se aproxima a esta percepción. Abrirlos a la lectura es un modo de superar el tiempo dividido y acceder, de algún modo, a una eternidad que todo lo preserva y lo restituye.

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