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El Premio Formentor

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El Premio Formentor de las Letras se concedió este año al húngaro Lászlo Krasznahorkai. El jurado, presidido por Basilio Baltasar, destacó “su habilidad para sostener la potencia narrativa que transforma la realidad del mundo” y por “construir los fascinantes laberintos de la imaginación literaria”, además de señalar “su excepcional contribución a las letras a través de su narrativa profunda y compleja”.

La trayectoria de Krasznahorkai se caracteriza por explorar temas como “los sombríos paisajes del alma y de la condición humana y revelan las facetas más íntimas de la personalidad de manera imprevisible y densa”.

El premio Formentor fue fundado hace seis décadas por un grupo de los más destacados editores europeos como Claude Gallimard, Giulio Einaudi y Carlos Barral. Su nombre se tomó del cabo de Formentor, sede de encuentros y debates literarios. En la primera etapa distinguieron a autores de la jerarquía de Borges, Bellow, Semprún, Gombrowicz y García Hortelano. Y después de una pausa, en 2011 se retomó el premio, correspondiendo en la última etapa a autores argentinos como Ricardo Piglia, César Aira y Alberto Manguel, además de otros notables: Carlos Fuentes Juan Goytisolo, Annie Ernaux, Cees Nooteboom, Mircea Cartarescu y Ludmila Ulítskaya. Ahora Krasznahorkai se une a esta lista.

La dinastía húngara

La literatura húngara ofreció varios nombres relevantes en el último siglo. Uno no puede dejar de admirarse por la obra de Sandor Marai, cuya fama recién se extendió llegó luego de su muerte en 1989. Más cercano en el tiempo y heredero de una familia de la nobleza estaba Peter Esterhazy. Solo uno entre los húngaros fue premiado con el Nobel, Nobel, Imre Kertész, con su conmovedor testimonio sobre el Holocausto.

Entre las decenas de nombres que, en los últimos años, siempre giran en los pronósticos sobre el Nobel de Literatura aparece otro húngaro, hoy residente en Trieste:  Krasznahorkai.

Marai nació en 1900 en Kosice, una ciudad que ahora pertenece a Eslovaquia y desde su juventud se convirtió en uno de los más destacados periodistas húngaros. Desplegó su virtuosismo en las novelas, aunque también abordó poesía, teatro y ensayo. Durante el período de entreguerras algunos lo ubicaron a la altura de un Thomas Mann o un Stefan Zweig. Sobrevivió a la invasión nazi pero al llegar los comunistas al poder, lo tildaron de “burgués” y decidió emigrar en 1948.

Su obra fue prohibida en Hungría, después que los tanques soviéticos aplastaran la sublevación en Budapest, y el nombre de Marai cayó en el olvido. El 22 de febrero de 1989 en San Diego, y luego de varias desgracias personales, se suicidó. La caída del Muro de Berlin y el desplome del área socialista llegarían meses después. La obra de Marai comenzó a reeditarse y su nombre resurgió. “El último encuentro” es un texto notable, pero también “La mujer justa” o “La herencia de Esther” por nombrar otras, revelan su depurado estilo y su humanismo.

El último encuentro –escribió Susan Mitchell– revela a la perfección el alma humana, sus debilidades y fantasmas y todo aquello que los protagonistas quisieron evitar, pero no. Habla de la existencia, de personas humanas, de sus miedos y miserias. De todo lo que importa y lo que no. Después de todo, la vida no es otra cosa que una fiesta incierta y desesperada donde la lectura nos mantiene a flote y nos devuelve el espíritu al cuerpo, aun cuando nos parezca que lo hemos perdido todo, como el General”.

Esterházy (1950-2016), en una generación posterior, se basó en la historia familiar para su obra “Aurora celestial”, que debió reescribir cuando se revelaron las colaboraciones de su padre con la policía del régimen comunista. Esterházy, junto al checo Milan Kundera, eran los autores más difundidos internacionalmente de los antiguos países del área socialista.

Y fue un gran amigo de Kértesz, sobreviviente de los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald. Esterházy y Kértesz publicaron juntos “Una historia, dos relatos” donde reflexionaron sobre el individuo –indefenso, humillado- que enfrenta a la fuerza bruta del poder autoritario. A partir de su novela “Sin destino”, donde plasmó su experiencia personal en el Holocausto, Kértesz siempre reflexionó sobre los autoritarismos, recibió el Nobel en 2002

Ritmo de tango

Krasznahorkai se dio a conocer con “Tango satánico (“Sátántangó” en su título original) hace casi cuatro décadas, novela llevada al cine por su amigo, el director Bela Tarr, con quien el escritor mantuvo una extensa colaboración en varias obras.

Ambientada en una región rural de Hungría, los integrantes de una cooperativa llevan una vida rutinaria en un pueblo fantasma y esperan que un milagro les alumbre el futuro. Y esas esperanzas renacen cuando reaparece un personaje, Irimiás (“un romántico iluminado”), a quien daban por muerto. Se entiende como una alegoría de la desintegración del el área y el sistema socialista.

Pero el título de la obra surge de otro de sus capítulos cuando uno de los personajes, la campesina Schmidt, se ilumina al escuchar un tango y el director de la escuela le susurra “lo que necesitas es un hombre decente y bien presentado”. Y, como definió un crítico, “la esperanza, muchas veces en forma mesiánica o farsante, es la columna vertebral de la obra de Krasznahorkai”.

Cuatro años después, publicó “Melancolía de la resistencia”, también filmada por Tarr,  en el mismo estilo  y con un clima totalitario aún más sombrío, que deriva en la violencia.

El recorrido

Krasznahorkai nació hace 70 en Gyulia, estudió Derecho y Literatura antes de dedicarse plenamente a su rol de escritor. Vivió en Berlin y Asia (Mongolia, China y Japón) para retornar a su país natal, del que se alejó últimamente a medida que el régimen de Orban profundizó su veta autoritaria. Ahora reside en Trieste.

Entre sus obras se cuentan “Ha llegado Isaías”, “Guerra y guerra” y “Al norte la montaña, al sur el lago…”, y fue elogiado por nombres como Susan Sontag (“maestro del apocalipsis”, lo llamó) y Sebald (“su obra está a la altura de Gogol”).

Aquellas obras pueden pasar de la desesperanza –al extremo- hasta la exaltación de la belleza. Por ejemplo en “Al norte…” describe un jardín idílico, surgido de la tradición budista. “Quería mostrar que tal belleza es posible, sólo gracias a nosotros. Y la belleza nos necesita, como nos necesita a todos”, sostiene. Pero en “Guerra y guerra” cuenta con Korin, un héroe demoníaco que va de fracaso en fracaso y a quien asocia con algunos líderes contemporáneos.

Así los definió: “Su camino conduce al fracaso y, en algún modo suscitan mi compasión, pero no mi simpatía. Están ocupados haciendo lo imposible”. Consideró al 11-S como un símbolo de su desesperanza (“soy incapaz de procesar la avalancha de horrores (…) Puedes dar la alarma, puedes acusar, puedes buscar en el Antiguo Testamento, pero es inútil. La causa de todo esto reside en lo que sucedió, en el horror supremo”.

Nació y vivió en la Hungría bajo el régimen socialista, también en la transición al capitalismo: “En la primera la vida era anormal e intolerable; en la segunda, normal e intolerable” sintetizó.

Y sobre la reciente deriva autoritaria, entrevistado en El Mundo (Madrid), señaló: “No es tanto que hayamos olvidado que no matamos al totalitarismo, y que sólo lo pusimos a dormir. Para todas las personas de mi generación era inconcebible que el nazismo pudiera surgir de nuevo y los éxitos de populistas como Trump o Le Pen nos parecen atroces. Incluso la xenofobia diluida de los pequeños dictadores del este de Europa nos choca. Lo que hay que entender es que estos tipos se aprovechan de la esperanza para convertirla en miedo y, casi siempre, el primer afectado es el arte».

Y agrega sobre la función del escritor en la sociedad: «No estamos aquí para cambiar las cosas, eso lo hacen los grandes grupos de población y gente honrada. El escritor sólo debe responder ante sí mismo y eso es más que suficiente. Hay que aprovechar esa libertad y abrazarla»

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