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El ritual sagrado del psicoanalista

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Cuando iba a lo de mi psicoanalista, siempre era igual. Cada semana, tocaba el timbre y a los pocos minutos, su voz brotaba desde el tablero del portero eléctrico para decir “bajo” sin necesidad de que yo dijera mi nombre. Después, él tardaba bastante en aparecer y lo hacía siempre acompañado de un paciente distinto. Me gustaba saludar a los otros pacientes, pero eludían mi mirada, con el fastidio de quien quiere salir de incognito. Una vez en el ascensor, subíamos en silencio, ambos de cara hacia la puerta. Él, ligeramente de espaldas a mí. Yo, en ocasiones, mirando hacia abajo.

En el séptimo piso, él abría la puerta para salir invariablemente primero; y mientras abría la del consultorio, yo cerraba la del ascensor, casi como una coreografía. Su consultorio era, en realidad, un sector a un costado de un gran atelier revestido de bibliotecas, que yo recorría tratando de chusmear todo lo posible, especialmente las manos y cabezas a medio dibujar, hasta llegar a lo que el propio Freud llamó escenografía: el diván con el sillón del analista detrás, donde también casi siempre era igual. ¿Qué tenés para decir? leía en su mirada en ese instante previo a acomodarme en el diván y perderme en el vaivén del árbol a través de la ventana y en mis palabras, a las que también les llegaba el fin con el sonido del timbre y su posterior “bajo”, que ya no era para mí sino para el siguiente.

Al terminar la sesión, nos esperaba la misma coreografía en reversa, pero un instante antes de llegar al final de la ceremonia, ya con la puerta de calle abierta, me miraba con una ternura resignada en la que parecía decirme: yo tampoco estoy a salvo de este mundo. Creo que esa mirada fue la base principal de su influencia terapéutica.

No voy a contar mi análisis acá, a quién podría importarle. Quiero detenerme en el ritual. Convocar la mirada hacia esa forma repetitiva, predecible y confiable de encuentro. Yo también soy psicoanalista y cuando recibo a mis pacientes también siempre es igual, no es que me lo proponga, ni tenga grandes pensamientos en torno a ello, simplemente ocurre.

“No me cambies las cosas de lugar, me perturba” me han reprochado ante la ausencia o variación de algún adorno. Me interesa esa peculiar y paradójica combinación. El campo fértil para los grandes cambios que favorece el psicoanálisis se gesta en un escenario prácticamente invariable.

El lugar del psicoanalista, por cierto, consiste en estar ahí donde el paciente lo busca, pero en otro lugar. Esa ligera variación, dentro de lo invariable, es la que abre nuevas puertas.

El ritual permite confiar en que cada uno hará lo suyo. Se puede contar, entonces, con el otro, como los actores en el teatro. La escena se arma cuando se puede confiar en que el otro estará allí para escuchar lo que hay para decir: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ”.

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