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El secreto del éxito en la vida

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De todos los amigos que he tenido el que llegó más lejos con menos fue un zulú llamado Bheki Mkhize. De familia humilde, sin apenas estudios, nació en una aldea sudafricana en los años cincuenta con todo en contra, sin excluir el haber sido negro en tiempos de apartheid. Bheki fue un triunfador.

Acabo siendo elegido presidente de un gran sindicato nacional y luego diputado en el primer parlamento democrático de su país. Lo tengo como mi referente de lo que cada día se me hace más evidente, que le damos un exagerado valor a la educación formal. Buenas notas en el colegio, títulos universitarios, másters, doctorados: muy recomendable todo pero ninguna garantía de éxito, o no tanta, ni de cerca, como la energía, materia prima cuya posesión depende más de la fortuna que del esmero.

Pienso en Adolf Hitler, cuyo éxito fue -en todos los sentidos de la palabra- brutal. Transformó a un país culto en una nación de bárbaros, casi todos sumisos a su voluntad. Tuvo a su alrededor gente mucho más preparada qué él, como Reinhard Heydrich o Albert Speer, pero incluso para ellos la palabra de Hitler era la palabra de Dios.

La energía fue lo que marcó la diferencia, igual que con líderes políticos menos malignos que también han conquistado la cima, también rodeada de gente más formada, como Donald Trump, o Giorgia Meloni, o Margaret Thatcher. En cuanto a Cristina Kirchner y Javier Milei, sus triunfos solo se entienden a través de la energía que les motiva y la furia que emanan.

No me limito al mundo político. En las empresas los que ocupan los puestos de mando no suelen ser los que fueron los más listos en el cole, sino los que han tenido más ganas. Lo mismo con los empleades que no llegan a lo más alto pero que avanzan más en sus carreras. Pienso en secretarias y jardineros que he conocido. En cocineros también.

Además de Bheki Mkhize, tengo otro referente que ha logrado un éxito descomunal, un amigo español que se comió Estados Unidos. Hablo del chef José Andrés. Hace treinta y pico de años llegó a Nueva York como un joven soñador más que apenas hablaba inglés, se mudó a Washington, abrió un restaurante, luego otro y hoy tiene más de treinta por todo el país.

Lleva una ONG que ha dado de comer a millones de personas en lugares sufridos de la tierra como Ucrania y Haití, conoce personalmente a la mitad de los congresistas y senadores norteamericanos y se hizo amigo de la familia Obama.

Nunca en ningún lado conocí a nadie con más energía. Recuerdo haber comido con él en Madrid después de una semana en la que había grabado diez, o quizá veinte, programas de televisión, y después haberle acompañado al aeropuerto donde iba a tomar un vuelo a Chicago, ciudad en la que esa misma noche iba a dar una charla en una gala multitudinaria. Estaba fresco como una de las lechugas que vendía en su fabuloso restaurante vegetariano en Washington.

No es que José no hubiera estudiado o no sea un talentoso cocinero. Al contrario. Pero la energía, como si el ser humano fuera un fenómeno de la física, es el factor que le llevó a José a ascender a una órbita tan estratosférica. Y a ganar cantidades de dinero para él inimaginables cuando llegó a Nueva York.

He estado hablando hasta ahora de éxito material, medible según las reglas del juego convencionales. Es igual de legítimo medirlo en términos de felicidad. Uno puede ser lo que algunos definirían como “un cualquiera” y tener una vida más rica que Jeff Bezos. Pero el grado de energía que uno invierte en el ámbito privado también contribuirá a determinar el éxito de un matrimonio o de la relación que uno tiene con los hijos.

Uno de los grandes escritores del siglo XX, Raymond Chandler, dijo cuando murió su mujer que ella había sido “la luz de mi vida, la totalidad de mi ambición…todo lo demás fue una llama para que ella se calentara las manos”. Pero era necesaria la energía para que la llama ardiera. Como también dijo Chandler, “Un matrimonio es como un diario: hay que rehacerlo cada día de cada año”.

Para los que no lo saben, sacar un diario cada día es una tarea que consume una extraordinaria cantidad de energía colectiva e individual. Ya que estamos, mencionaré al periodista más prolífico y quizá más brillante que he conocido, un ex compañero de The Times y de The Independent de Londres llamado Robert Fisk.

No solo era un terremoto cuando te sentabas con él en un pub, escribía ante un teclado con la fluidez y el vigor de un pianista tocando un concierto de Chaikovski. Basado casi toda su vida profesional en Beirut, hoy su interpretación de la invasión israelí de Gaza sería un Guernica en palabras.

Otra forma de decir energía podría ser entusiasmo, cualidad que un famoso futbolista inglés que jugó hasta los 50 años, Stanley Matthews, identificó como el secreto del fútbol “y de la vida”. Pero la energía viene primero. Es el motor del entusiasmo. Lo opuesto es el cansancio, que conduce al hartazgo.

Miren el caso de Jurgen Klopp, que acaba de anunciar el bombazo de que se retira. Klopp es el entrenador de fútbol más carismático del mundo y, junto a Pep Guardiola, el más triunfador de la última década. Dijo que no solo dejaba su amado Liverpool sino también quizá el fútbol. ¿Su razón? “Me estoy quedando sin energía”.

Tirando un poco más lejos, lo mismo le pasó a Alejandro Magno, quizá la persona, o al menos el soldado, más exitoso de la historia. Pero lloró y poco después murió cuando no le quedaban más mundos por conquistar. Alejandro Magno fue un caso a todas luces excepcional que reunió en su persona la tormenta perfecta de grandes conocimientos y una colosal energía.

Su profesor fue Aristóteles y él fue un disciplinado estudiante de filosofía, lógica, medicina y arte. Está claro: combina las dos cosas y garantía total de que el mundo será tuyo. Pero, insisto, la energía viene primero.

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