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Lo que se aprende con el cuerpo

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Quienes sentimos que caminar es el deporte que mejor nos calza sabemos que la única garantía de éxito de nuestra relación siempre chirriante con la actividad física es que el sitio al que vamos a movernos quede cerca de los lugares que solemos frecuentar. Desde que me mudé hace un mes, dos veces por semana, religiosamente, apuro 10 cuadras y viajo media hora en subte para llegar a las clases de Miriam, mi profe favorita del estudio de pilates que antes quedaba a dos pasos de casa.

Si hay suerte y pesco un asiento, leo, algo que me garantiza entre ida y vuelta una hora de literatura auspiciada por el Metro de Madrid. Pero los días de lluvia pintan mal. Me temo que este fervor no va a durar.

Lanzada estoy, pues, a simplificar la logística: escoger nuevo gimnasio para cumplir con las recomendaciones de los médicos (que indican moverse antes de darte los buenos días) y anticiparme a mis debilidades (si el gym queda muy lejos, vas al fracaso).

Mientras exploro el nuevo barrio (aquí hay una farmacia, allá un chino) y tal vez porque hacerlo supone un upgrade de la energía que solemos conceder a contemplar, repiquetean en mi cabeza los versos de Día de verano, ese glorioso poema de Mary Oliver que habla de una jornada de paseo por el campo. Y me entran unas ganas locas de releerlo. O mejor todavía, de leerlo mientras copio el poema a mano, dibujando cada letra, como si necesitara esa otra especie de contacto en el que las palabras viajan del cerebro a los dedos y cobran forma, para sentir, vivir y apropiarme de lo que propone.

Mucho de nuestra relación con el ejercicio se trama así: dando rienda a cosas que sólo se entienden con el cuerpo. Era eso, creo, lo que Gustavo, con quien alguna vez tomé clases de paddle, intentaba transmitirme cuando yo corría desaforada e ineficaz hacia la pelota. “Esperá la pausa”, recomendaba como un maestro shaolin, tratando de enseñar que no había que pegar rápido sino en el momento justo.

Tardé en comprender físicamente esa noción. Cierta vivencia del espacio, un intervalo, antes imperceptible para mí: ese instante tras el pique en el que todo queda suspendido como si la pelota contuviera la respiración. Es entonces cuando hay que darle. Apurar el golpe es perder. Apurarse, en general, suele conducir a ese pozo. ¿Cómo terminaba el poema aquel? “Dime, ¿qué planeas hacer / con tu única, salvaje y preciosa vida?”.

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