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Ser solidario es ser patriota

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Se dice que en España la política exterior no interesa. Es una idea extendida -no por mil veces repetida, convertida en verdad- que “la gente” (sea quien sea ese misterioso grupo indeterminado) tiene bastante con sus preocupaciones del día a día para pararse a pensar por lo que ocurre más allá de nuestras fronteras. Quizá sea cierto, al menos, para la clase política, puesto que las relaciones internacionales rara vez aparecen en debates o campañas electorales. Sin embargo, hay algunos temas, muy pocos, que demuestran que la española es una sociedad despierta, sensible y contestataria.

Este año 2024, entre titulares sobre amnistía, corrupción y alquileres, la dramática situación en Palestina e Israel ha conseguido colarse en la conversación pública. Las novedades llenan telediarios, brotan en el bar de la esquina o el descanso entre clases, probando que lo que ocurre en una estrecha banda de tierra al otro lado del Mediterráneo nos sacude y emociona, con esa intensidad que sólo provoca presenciar el sufrimiento descarnado de otro ser humano.

Los españoles hablamos, pues, del estremecedor atentado del 7 de octubre. Empatizamos con el shock que sufrió el pueblo israelí al ser atacado con imágenes de jóvenes tiroteados mientras bailaban; de la agonía de cientos de familias que de repente se vieron despedazadas, con hijas asesinadas por el terrorismo fanático y hermanos capturados como rehenes. Comprobamos también cómo esa herida abierta sirvió de excusa al nacionalismo ultraderechista, que, utilizando el dolor de las víctimas para alimentar el odio hacia el diferente, emprendió desde el Gobierno una campaña de represión, persecución y ejecución indiscriminada de civiles que excedió hace mucho tiempo el derecho a la autodefensa y que nada tiene que ver con la protección del pueblo judío.

Hablamos así en España de los millones de palestinos expulsados de sus casas a punta de fusil, desplazados cada vez más al sur hasta quedar arrinconados entre fronteras cerradas, líneas de tanques y el mar. Observamos sobrecogidos a niños de 12 años asesinados a tiros por soldados, trasladados en camillas, llenos de sangre, y llamando con gritos de terror a su madre. Aplastados bajo los escombros de lo que era su habitación minutos antes del bombardeo que acabó con su vida. Muchos españoles, como tantas otras personas alrededor del mundo, tuvimos que apartar la vista de la pantalla hace tan sólo unos días al ver a cien jóvenes hambrientos ser masacrados cuando se acercaban a recoger ayuda humanitaria, que les había sido prohibida durante meses.

Todo esto no ha quedado sin respuesta. Pasado el estupor inicial que causó la barbarie de Hamás, cuando se hizo visible que la reacción del Gobierno de Netanyahu superaba cualquier concepción de proporcionalidad y violaba de forma flagrante el Derecho Internacional y la humanidad más básica, hubo algunos que alzaron la voz. Sudáfrica lideró la contestación con una demanda por genocidio en la Corte Internacional de Justicia. Y fue entonces cuando el Gobierno israelí se revolvió rabioso contra cualquier crítica, señalando, insultando y chantajeando a quien se atrevía a cuestionarlo. Impulsó campañas de desinformación, expulsó diplomáticos y declaró persona non grata a dignatarios de la talla de António Guterres, secretario general de la ONU, por denunciar claramente los excesos de las Fuerzas de Defensa israelíes.

Estados Unidos, potencia que ejerce la hegemonía civilizatoria de este mundo unipolar, siguió protegiendo a su eterno aliado vetando tres resoluciones sucesivas en el Consejo de Seguridad de la ONU a favor de un alto el fuego. Europa, por su parte, con su compleja historia plagada de traumas y su crónica lentitud, comenzó tímidamente a pedir contención y mesura. Desde el principio, la voz de un español se alzó sobre las demás, demostrando valor y tablas: Josep Borrell, el alto representante para la política exterior de la UE, no dudó en llamar a las cosas por su nombre. Paralelamente, dos Estados miembros tomaron la iniciativa en ese primer momento: Bélgica y España, con un extra de legitimidad entonces, por ostentar la presidencia rotatoria de la Unión. A ellos se unieron más tarde otros, como Irlanda o Malta, para pedir la revisión de los acuerdos comerciales y la venta de armas a Israel.

España es uno de los pocos países de la Unión Europea y del norte global que puede decir, orgullosamente y, hasta ahora, al margen de batallas partidistas, que mantiene una clara posición histórica de solidaridad con el pueblo palestino. La lucha por los derechos humanos en todo el mundo es una marca de identidad de nuestra política exterior. Lo ha sido siempre.

Inexorablemente, todos normalizamos el horror de la guerra, como empieza a ocurrir con la de Putin en Ucrania. Es entonces cuando la vigilancia cae y la presión sobre los gobiernos para actuar cede, dejando a su suerte a los que poco antes tenían toda nuestra atención. Evitemos que esto pase. Demostremos que en España la política exterior importa, y que romper el consenso histórico entre los grandes partidos no es el camino a seguir. Hagámoslo porque es lo correcto, pero también porque es quién somos como sociedad.

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